Nuestra Historia

Los comienzos

El 18 de septiembre de 1972 el colegio Ayalde abría sus aulas por primera vez.

La antigua tejera que estaba en el barrio de Aiarza se desmontó un año antes para albergar los primeros pilares del colegio. Unas trescientas alumnas repartidas en ocho niveles- dos de Preescolar y seis de EGB- comenzaban su educación en el nuevo colegio Ayalde.

El colegio fue creciendo como lo hace una familia – nos explicaba una antigua profesora- «Aprendimos a querer a las niñas, las conocimos poco a poco. Sin saberlo estábamos creando un ambiente de familia, un clima de cariño sobre el que se iba apoyar con base firme todo el colegio».

El paso del tiempo nos ha hecho ver que aquella etapa serviría para marcar la relaciones con un estilo propio desarrollando en todo el colegio un sentido de responsabilidad personal. Todas teníamos la convicción de que lo que hacíamos merecía la pena. Los padres estuvieron siempre en el colegio con ánimo y generosidad.

Ayalde no podía limitar su misión a procurar a las alumnas una formación que solo les habilitara académicamente sino que debía servir para que las estudiantes adquirieran convicciones y actitudes que les hicieran mujeres íntegras, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les deparara contribuyendo a la solución de los problemas de los demás y llevando el testimonio de una vida cristiana a la sociedad.

El colegio empezó con un único edificio, el actual edificio de Educación Primaria. Lo proyectó el arquitecto José Chapa, padre de la antigua alumna Asunta Chapa. Ahí se concentraban las aulas, el Oratorio y las salas de profesoras. El edificio cuando empezó el curso estaba sin terminar, no había escaleras de acceso sino rampas. Durante el curso se fueron terminando el resto de edificios.

Muchas antiguas alumnas recuerdan con cariño que se comía de bocadillos en el patio porque todavía no estaba terminado el comedor. Los juegos infantiles eran el acicate para que la comida no se prolongase. Las alumnas mayores- las de 6º- ayudaban a las pequeñas a cumplir con prontitud y «excelencia» el ritual de la comida. Bocatas terminados y envases, a las papeleras.

Los pupitres llegaron a los pocos días…las alumnas de ese año recuerdan haberse sentado en las sillas rojas que se trasladaron al comedor. A pesar de las carencias, todas estaban felices porque en aquellos años, las alumnas estaban como en familia. Solo había un aula por curso, por lo que se conocía todo el colegio (alumnas, profesoras, dirección, Emilio, el encargado de mantenimiento, las primeras cocineras- Conchi y Rufi).