(Escrito por Asunta Peña)
“Convivencia: acción de convivir (…) concepto vinculado a la coexistencia pacífica y armoniosa de grupos humanos en un mismo espacio”. Que bonito suena. Es cierto que, a simple vista, la acción de convivir no parece muy compleja. Algunos incluso dirían que basta con aguantar al compañero durante un par de noches, tres días en nuestro caso (de jueves a sábado), sin que el deseo de matarlo a bofetadas se convierta en una acción.
La ida fue un largo viaje de muchos cambios de asiento, mucha música y poca siesta. Al llegar a la residencia de Los Bancales (nuestro hogar para los próximos días), nos dimos cuenta de la inutilidad de los setenta jerséis y tres anoraks que cada niña había encajado milagrosamente en su maleta. En cuanto a la temperatura en Torreciudad, diría que casi sentí caer estalactitas de mi nariz, pero, por ser de Bilbao, solo diré que hacia “fresco”.
Tuvimos la oportunidad de ir a cantar a una residencia de ancianos en Barbastro -pueblo natal de san Josemaria Escrivá-, lo cual fue muy incómodo -no voy a mentir-. Tengo la sensación de que los pobres aplaudían para que nos calláramos. A pesar de todo, allí aprendí que el espíritu alegre y juvenil, que pensaba que íbamos a aportar nosotras, ya rebosaba por los pasillos del edificio que habían sido decorados por los propios ancianos.
Además, tuvimos el privilegio de asistir a una misa privada en nuestro alojamiento, en la cual, demostré mis extraordinarias dotes de oradora, olvidándome de la frase de seis palabras que se me había encomendado leer. ¡Bravo! He de decir que, para la capacidad de atención y retención que se tiene a nuestra edad, ni un murmullo se escuchó durante las palabras de los sacerdotes, que trataron temas como el Amor y la Eternidad. Cosas simples. Y, si mis palabras no fueran suficientes para demostrar la profundidad de sus ideas, más de una niña será testigo de las conversaciones “existencialistas” que derivaron de las charlas impartidas.
Por la noche fue cuando más se notó el ambiente de convivencia. En la habitación, que mi grupo y yo habíamos tomado y organizado en forma de fuerte, se organizó una terapia grupal que acabó por parecerse a una pequeña “reunión de alcohólicos anónimos”. Cada poco, alguien del curso entraba con algo que decir. Por otro lado, el cumple de una compañera fue la excusa perfecta para celebrar y montar un poco de bronca, que -aunque las profesoras digan lo contrario- nunca viene mal. He de mencionar, que también se organizó una gymkana, cuyos detalles y fotos espero queden pronto en el olvido. Lo resumo en la siguiente frase: “Un Vasco hunde el Titanic”.
El sábado por la mañana llegamos al lugar y objetivo del viaje: El santuario de Torreciudad. Uno de mis mejores recuerdos por dos simples razones. La primera, que el santuario y las vistas son impresionantes. La segunda, bastante más profunda, me hace llegar a la conclusión de esta experiencia. Es cierto que no esperaba de este viaje una revelación divina que resolviese mis muchas dudas. Sin embargo, estando en el santuario, sentí un drástico cambio en mi estado de ánimo. Siendo aficionada al arte, no podía dejar de admirar el mosaico que representaba a la virgen de Guadalupe tras el altar, lleno de color y luz. Hasta que en un momento dado, tras un largo rato de meditación, algo llamó mi atención. Vi la expresión de una de mis compañeras mientras rezaba. No sabría explicar con palabras la sensación de paz y alegría que transmitía con su gesto. De pronto, para mi desconcierto, esa sonrisa se convirtió en lágrimas. Me di la vuelta para observar que ella no era la única. La conmoción que inundaba la capilla me dejó impresionada. Eran lágrimas. Lágrimas de felicidad en caras en las que no esperaba encontrarlas. Ese recuerdo no lo cambiaría por nada.
En definitiva, no pretendo cambiar la percepción de nadie sobre las convivencias. Pero sí dejar claro que, sean cuales sean las creencias, dudas u opiniones de cada uno; una experiencia como esta, hace emocionarse y reflexionar a cualquiera -ya sea de un modo espiritual o personal-.